Pedir peras al olmo

Yo tejo. Me encanta. A veces siento que podría estar horas y horas enfrascada en eso. Me pasa muchos días a la semana, pero me resulta simpático que ocurra, especialmente cuando vengo de mis clases de agujas. Mi cuerpo interpreta que la sesión semanal es solo un abreboca, así que camino a casa con el único deseo de llegar a tierra firme para engancharme en el último punto que había quedado colgado.

Y, sí, adoro esa sensación.

Hacía mucho que no me pasaba con ninguna afición. Y creo que querer seguir conectada al tejido es pura ilusión. Lo identifico, aunque suene algo cursi, con estar conectada con la vida. Cómo no voy a estar emocionada por ello. Cómo no voy a querer llenar mis horas con esto, de lo que siempre quiero más, y que tan bien siento que me hace.

Sin embargo, puedo ver la otra cara de la moneda, y me produce cierta curiosidad ver y verme zambullirme durante horas y horas en el acto propio de la re-creación de la prenda, viendo cómo mis manos coordinan una coreografía para ir tomando el hilo que necesito al ritmo de los nudos que engarzan las agujas. Hay un movimiento sincronizado e hipnótico, repetido cientos, miles de veces, y su compás va trazando, como en una partitura, filas y filas de tejido.

También hay invertidas otras tantas, estas más inconscientes, exponiéndome a escaparates digitales, donde madres de patrones me seducen para que escoja entre una multitud a sus pequeños retoños. Hay tantas diseñadoras que diseñan tan bien… (recordando a Montserrat Caballé mientras se dirigía a una jovencísima Isabel Rey, aunque no en estos términos, obviamente) que es imposible, imposible elegir para la próxima incursión solo uno.

Y ahí me veo, suscribiéndome a newsletters de no sé cuántos diseñadores, apuntándome a ferias de tejido, cazando al vuelo patrones que ofrecen otras enganchaítas como yo, comprando otros tantos que, mira tú qué casualidad, están con un 10 % de descuento… Vamos, infinitas posibilidades. Pero de entrar en un agujero negro sin fin. De consumo de horas, de patrones, de ovillos, de espacio. Y también, aunque sea incómodo, yo lo sé, pero de ruido, de ansiedad, de prisa, de competencia, de frustración.

Este mundo es fascinante y enriquecedor. Pero también puede desbordarse. Y con mucha facilidad, en un pispás, sin darse uno cuenta.

Y llega la consecuente pregunta que, aunque parezca grotesca, cabe por la deriva que toma la situación: ¿cuánto tiempo crees que tienes para tejer todo lo que quieres (o crees que quieres) tejer? ¿Quieres tejerlo todo? ¿Crees que podrías tejerlo todo?

Y la pregunta más correosa de todas: ¿de qué estás escapando? ¿qué estás evitando? ¿estás desviando tu atención hacia tus creaciones para no mirar lo incómodo? ¿estás superponiendo nuevas iniciativas tejeriles para eludir el silencio que se genera en la inactividad, porque hay algo que enfrentar o resolver?

Si no es así, no pasa nada.

Puede ser que solo quieras tejer y tejer. Y que no haya nada oculto en ello.

Pero te invito a que lo explores un poco. Te invito a que te des cuenta de si hay o no silencio entre puntada y puntada, y si hay una huida de algo que es demasiado incómodo de enfrentar.

Sé que adoras tejer. Yo también. Pero tejer por y para tejer, sin usarlo de manta (con sus grannys, y todo) para cubrir otras cosas. O no al menos continuamente.

Darse cuenta es un paso enorme.

Y darnos cuenta de que no tiene sentido tejer y proyectar como si quisiéramos tejerlo todo. No necesitamos tejerlo todo. Porque no tenemos todo el tiempo para tejerlo todo ni para lucir todo lo que creamos (que esa es otra…).

Y está bien que sea así. Y que nos demos cuenta de las limitaciones del tiempo y de la energía de la que disponemos. Y de hasta dónde esta afición nos puede acompañar.

Todas las personas que se dedican al diseño y venta de patrones quieren ofrecer sus creaciones. Todas tienen un talento excepcional y tienen derecho a vivir de su arte, y también todas necesitan llegar a final de mes. Nosotras, como receptoras y clientas apasionadas (rozando lo grupie), necesitamos disfrutar. Podemos sucumbir un poco al fenómeno fan si se presenta la ocasión, pero debemos disfrutar de verdad. Entreguémonos a ese instante de intimidad con la labor que tengamos entre manos con todos nuestros sentidos, con placer, sin ruido y sin prisa.

Te deseo, pues, también en el tejer, consciencia, calma y disfrute.

 

Landeroterapia

 

I

Mi memoria es muy quebradiza, como lo está siendo mi pelo en estos últimos meses, pero, si no recuerdo mal, creo que han pasado por mis manos dos novelas y media de Luis Landero: Una historia ridícula (2022) y La última función (2024), de la que me quiero ocupar en este espacio acongojante; la lectura sesgada fue la segunda que cayó en mis manos: El huerto de Emerson (2021). 

Me gustaría aclarar que la razón por la que abandoné ese título, y no él a mí, fue la misma por la que dejo un montón de cosas: soy presa fácil de los miles de estímulos a los que me someto y permito que me llenen de ruido. Si a veces me ocurre con las personas, imagínate con los libros: con tantas voces queriendo captar tu atención, una muchas veces acaba desmereciendo lo verdaderamente valioso.

No sé cómo ha pasado, creo que es casi un milagro, pero entre tantos bocinazos, he vuelto a dejar que Luis Landero (L. L., en adelante) ocupe mis horas solitarias, y mi conclusión es definitiva e inquebrantable: quiero volver siempre. No sé si la siguiente que deje posar sobre mis manos será, de nuevo, El huerto, que no soltaré hasta que no me deje atravesar por todas y cada una de sus páginas; o seleccionaré otra diferente, tengo donde elegir: Juegos de la edad tardía (1989), Retrato de un hombre inmaduro (2009) o Lluvia fina (2019), entre otros. Solo sé que después de la escogida irá otra, la que toque y, luego, otra. Lo que he leído de él me resulta tan estimulante como un post-it pegado en la nevera con una frase entusiasta o un paseo a la orilla de la playa. A lo bueno, a lo casi medicinal, siempre hay que volver. Y yo volveré. Y tanto que sí. Deja que te cuente por qué.

II

La última función acoge en 224 páginas una novela con corazón y distribución propia de obra teatral: divide su contenido en dos actos y estos, a su vez, en capítulos (que vendrían a ser las escenas de un texto dramático). El primero acoge once capítulos; el segundo, ocho. Si eres lector habitual, puede que creas que, con 224 páginas, estamos ante una obrita que te merendarías en dos tardes, acrecentando tu listado de lecturas anual y, con ello, tu “ferocidad” lectora. Pero no te dejes engañar… Este autor es imprevisible: parece fácil, asequible, pero…, cuando menos te lo esperas, puedes verte atrapado por su prosa, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta. Constantemente. Y no me refiero a que sea engorroso o pedante o críptico. No. Al contrario. Te abduce y te conduce del modo más inopinado a profundizar más y más en los múltiples niveles de lectura que, sin duda, están ahí para que los explores.

La novela contiene diecinueve capítulos. La cifra media por capítulo es de unas doce páginas, aproximadamente. Más que digerible, ¿verdad? Esto es un paseo, pensarás. De nuevo, ¡error! Digamos, como la nueva era de profesionales de la alimentación, que estos capítulos presentan una densidad nutricional bastante considerable. Sí, nutricional.

La división en dos actos, además de realzar, como ya indiqué antes, el carácter teatral de la obra en la forma, indica un giro en la trama: una especie de recentramiento y dirección hacia el objetivo que tienen los narradores de esta historia, que es compartir la hazaña que da título a la obra que nos ocupa.

III

Esta es la historia, relatada y rescatada por un grupo de veteranos del pueblo de San Albín, de cómo Tito Gil, el protagonista, organizó una gran obra de teatro que involucró a todos los vecinos con el fin de salvar el lugar de su inexorable despoblamiento. Con ese propósito, rescata una obra de teatro (Milagro y apoteosis de la Santa Niña Rosalba, de autor desconocido) que le inició en la actuación y le permitió desplegar su pasión por el mundo dramático, el arte y la poesía siendo muy niño, cuya vocación ha mantenido durante toda su vida.

Durante el transcurso del relato, los narradores van construyendo, ladrillo a ladrillo, las personas y los ambientes que rodean y precipitan la consecución del objetivo que se han propuesto. Cuidadosamente, el autor va modelando, como si fueran escenas de una obra dramática, cada uno de los capítulos para contarnos quién es Tito desde su niñez, quiénes son las personas que lo comienzan a acompañar en su andadura por el camino artístico… Pero L. L. no se ciñe solo a presentarnos al protagonista principal; simultáneamente, nos presenta en paralelo a otro personaje importante que avanza, en apariencia, sin rozar a Tito Gil. Así es como transcurre este primer acto: dos almas aisladas compartiendo nuestra atención en capítulos impares y pares, respectivamente, sin una aparente relación entre uno y otro.

En el segundo, sus caminos se van acercando hasta confluir en la representación de un proyecto ambicioso, y que constituye una verdadera apoteosis para todos los involucrados, con independencia de las frases que tengan asignadas en la representación. 

IV

La verdad es que me estoy conteniendo más de lo que había ideado. No quiero desvelar más a pesar de que mi inclinación es contártelo todo al detalle. Pero prefiero que seas tú quien descubra todos los tesoros escondidos en esta última función de Landero. Por eso, voy a compartir contigo algunas observaciones sobre la novela que, quizás, te ayuden a la hora de configurar una idea sobre ella y, de paso, sirvan para animarte a que la vivas en tu propia piel. Todos los apuntes que voy a compartir contigo comienzan con una certeza: la valía de esta novela no se encuentra en la historia en sí, que no es especialmente singular, sino en la inmensa cantidad de perlas que te ofrece mientras la lees. Te ofrezco a continuación algunas de las que he descubierto. 

Para mí, los capítulos tienen una dimensión perfecta: son cortitos y eso les confiere una gran agilidad. Están tan bien escritos que, si dejas esta lectura para embarcarte en otra (si la dispersión es el faro de tu vida), cuando quieras reengancharte, no se te hará cuesta arriba. Créeme. Aunque releas y conectes con frases, ideas, rincones que visitaste, te vas a quedar; volverás a ser acogida por “los viejitos narradores”, que te enseñarán de nuevo ese cuartito de la casa.

Las numerosas referencias a la literatura, al arte, a la filosofía… son una oportunidad del autor para mostrar sus conocimientos y, al mismo tiempo, una invitación para que no perdamos de vista a los clásicos, de los que se alimentó para parir lo que nos ofrece aquí y, como intuyo (y me atrevo a afirmar), en el resto de su producción. Con elegancia, con delicadeza, con ternura, pide que sean Tito, Galindo, Rufete o Andrés Cruz quienes hablen por él de sus preferencias.

Quisiera destacar la progresión de los personajes principales al adquirir nuevas identidades. Un ejemplo: Tito Gil avanza desde una “épica del fracasado”, que los narradores pondrán en los inicios de la narración en boca de uno de los personajes al referirse a su historia, hasta casi convertirse en una suerte de mesías. 

Junto con esto, me quedo también con esa admirable transformación de nuestra percepción como lectores a medida que van adquiriendo dimensión a lo largo del texto. Ha sido sobrecogedor observar el avance de mi posicionamiento ante el protagonista desde las primeras páginas (incluso sintiendo cierta compasión ante el tono burlesco al que era sometido) hasta llegar al punto de percibirlo, ya adentrándome en el segundo acto, como un hombre amplio, digno de admiración, humano en el más bello de los sentidos. Él es otro. Pero es que yo también soy otra. Todo un sortilegio.

A medida que leemos el segundo acto, se vuelve inevitable pensar en la inconsistencia de aplicar la gamificación a disciplinas como la pedagogía o la psicología cuando L. L. nos recuerda que recurrir a algo tan clásico y a la vez tan vivo como el teatro sigue siendo la elección más adecuada para lograr el desarrollo de la autonomía personal y, si me apuras, espiritual. No hay que inventar nada. El recurso de la obra dramática para recordarnos las posibilidades que tenemos como humanos en este escenario que es nuestra vida es incomparable: ya sea a través de la progresión en la identidad de los individuos, ya sea con la superposición de identidades (la chica tímida y apocada que es confundida con otra chica y que, asumida la confusión, adquiere la fortaleza anímica suficiente para desarrollar el destacado papel de la Santa Niña Rosalba). Es como una matrioska.

La bondad y la ternura con la que el escritor construye a todos y cada uno de los involucrados en esta historia, desde el más cercano hasta el más alejado del patio de butacas, merece un lugar en mis anotaciones. Me recuerda al tratamiento que hace Cervantes de Don Quijote y de Sancho Panza: cómo los va tejiendo, hasta levantarlos, casi separarlos del papel, como sujetos poliédricos.

Me atrae, también, en La última función, la forma en la que, en definitiva, me conecta con la identidad optimista que habita en mí y que me aporta esperanzas gracias a la forma que tiene el autor de ver el mundo, de proyectar una alternativa hermosa a una realidad caótica fuera de los límites hogareños que ofrece la lectura. 

Después de esta experiencia lectora, que siento que ha penetrado en mis células y ha dejado una huella tan fuerte hasta el punto de estar contándote lo que te cuento, me atrevo incluso, aunque no sea terapeuta, nutricionista ni médica, a prescribirte un ratito de Luis Landero cada día. Y si no tienes tiempo, un ratito semanal. Pero busca tu dosis. Porque este señor es medicina: no sé si servirá para la caída del cabello o para la fragilidad de la memoria, pero sin duda sí lo será para tu idioma, para tu intelecto…, para tu corazón.

 

Yo construyo, tú construyes, él construye primaveras

A veinticuatro horas de cerrar mi tercera semana de marzo, voy experimentando que, aunque el cielo se haya empecinado en encapotarnos los días, he podido exponer a esporádicos rayos de luz mis semillas. Pero oye, déjame revisar mi cuaderno y te cuento qué ha pasado, qué acciones he dejado bañar por ese solecito que, aunque parece que viene y va, siempre está.

Enseguida vuelvo…

Movimiento prácticamente cada día, con pequeños snacks de fuerza a primera hora de la mañana en los últimos tres días. Jamás pensé que podría moverme en ayunas. Reto mental y físico superado.

Nuevas ideas para ejecutar: experimentar y aderezar mi post con alguna imagen, retomar la decoración de mi cuarto, aportar algo a un espacio que comparto con otras personas.

Nueva lectura en mi libro electrónico, que me persigue más ella a mí que yo a ella. Me fascina esta sensación de necesitar ordenar mis ganas de sumergirme en una lectura: me gusta el proceso de ordenarme, aunque también me gusta la urgencia por querer entregarme al texto.

También, algo de atolondramiento digital, no lo voy a negar. Cuando cojo el móvil, se dispersa el foco y el mundo real se desdibuja. Pero me permite ser consciente y ponerme a trabajar para que ese pozo sin fondo se visite cada vez menos.

Conversaciones estimulantes con mi amiga puertorriqueña. La cara B de mantener la conexión es el uso algo desmedido del teléfono, pero de momento es el único nexo rápido que puede conectarnos a dos personas en tiempo e intensidad.

No todo está escrito aquí, pero sí que en mi revisión detecto alegría casi cada día de la semana. Todo a pesar del paisaje de nubes y chubascos. Y no solo el que pinta el cielo. También los nubarrones que se posan en la realidad del día a día. Pero que eso no nos impida seguir cuidando de nuestras flores y celebrando los instantes de claros para que la primavera encuentre el camino allanado cuando venga a visitarnos.

Mírala, está a la vuelta de la esquina. Contempla su llegada, pero no te aletargues demasiado. Corramos tras los rayitos de luz que abren trocitos azules de cielo. Cada día.